*Manuscrito incompleto encontrado en un rincón de la biblioteca de Moonglow, no se nada de su procedencia. En su reseña se puede leer: "La melodía de Boris Vladinoff, dedicado a H.P. Lovecraft al cual rinde homenaje este relato"


Algunos pueden llegar a pensar que desperdicio el valioso tiempo del que disponemos en nuestra corta pero intensa vida a fines de investigación con dudoso final, pero nadie puede colocarse en mi lugar, ya que mi actual disposición de ansiedad tampoco tiene desenlace. Por lo que mi último recurso humanamente posible para salir al paso de mi situación puede que sea el transmitir todo lo que aconteció a mi ajetreada existencia hace ya más de dos decenios. Ignotos enigmas para la raza humana oculta nuestro planeta en sus más execrables formas, entidades que yacen en insondables simas desconocidas hasta ahora por el hombre, y puede que cuando la humanidad pueda asimilar su existencia sea ya demasiado tarde. Por todo esto espero que mi relato sirva de precedente y testimonio para generaciones venideras.
Los que en los últimos años han convivido con mi persona, son conscientes de mi gran esfuerzo y despliegue de medios, todo para conseguir localizar la Vía Caducci, situada supuestamente en la parte norte de la ciudad de Papua. He revisado todo tipo de mapas de todas las épocas, hemerotecas, archivos locales e incluso he intentado recopilar información en la calle, obteniendo después de recorrer todos los caminos posibles resultados poco esperanzadores.
Mi calvario personal tuvo lugar en el condado de Moonglow entorno a la zona de la laguna norte de Papua. Cursaba yo por aquellos entonces segundo año de filosofía en la universidad de Moonglow, debido a los escasos recursos económicos de los que disponía en aquella época me veía continuamente obligado a sondear cualquier alojamiento que aun a pesar de que fuera de bajas expectativas debía de acostumbrarme pues no existía remedio alguno a mi desdichada situación. Una mañana de sábado mientras ojeaba los anuncios por palabras de un periódico local encontré uno que ofertaba habitaciones que se adecuaban según las descripciones a mis exigencias, tanto en el ámbito personal como en el asequible coste de la renta mensual. Según se indicaba estaba ubicada en una ciudad en el territorio de las Tierras Perdidas a treinta minutos de la universidad cruzando el portal que une ambas ciudades.
Aun recuerdo con plena nitidez de imágenes mi primer viaje hacía Papua, en un desaliñado caballo. Era una preciosa mañana de octubre y aun se podía observar los últimos restos del rocío cubriendo los tejados de las casas de la zona. Comenzó el galopar de una sacudida y pronto dejó atrás los inmemoriales edificios de Moonglow, retemblando estrepitosamente. Era un día de intenso calor y sol en la isla, mientras mi corcel seguía una ruta bordeando el litoral hasta cruzar el portal entre ambos continentes. El paisaje de arenas, juncales y maleza desmedrada se hacía cada vez más desolado a medida que avanzábamos. A nuestro lado izquierdo sé extendía el agua azul y la raya arenosa de los numerosos islotes. Cruzábamos unos decrépitos puentes de madera tendidos antaño sobre las innumerables rías que hacían de la región una especie de marisma. De cuando en cuando se veían tocones ennegrecidos y cimientos de vallas desmoronadas que emergían de la blanca arena. Seguidamente doblamos una pronunciada curva hacia el interior de la comarca, a la vez que nos adentrábamos en aquellos nuevos solitarios parajes se podían observar interesantes cambios en la fisonomía del paisaje que tenía ante mí. Avanzábamos de forma continuada por caminos que atravesaban unas ondulantes elevaciones del terreno forradas por un manto verdoso conformado por plantaciones de caña de azúcar. La montura remontó una pequeña pendiente y una vez coronada pude divisar que me disponía a adentrarme en un valle de vasta extensión, y en la bruma lejana del fondo del valle divise la silueta de una población que al ser la única que podría encontrar en aquel paraje supuse que se trataba de mi destino.
Al denotar la conclusión del trayecto me reincorporé en mi asiento y me dirigí sigilosa pero rápidamente hacía un pastor que descansaba en una roca y una vez allí me dispuse a preguntarle al aldeano, persona a primera vista mal vestida y de carácter rudo, resultó ser un hombre de elevado nivel cultural, demasiado, pensé yo para el lugar en el que me encontraba. Consulté educadamente con él si conocía la Vía Caducci y el sujeto sin girar la cabeza, con la mirada fija en el camino contestó:
- Usted perdone pero la calle de la que habla no se encuentra dentro de mi ruta de pastoreo- contesto educadamente- no obstante le aconsejaría que dejara su corcel en la Plaza Mayor, una vez allí adéntrese por una estrecha callejuela llamada Vía de los Panaderos y siga todo recto hasta alcanzar el final de la calle donde deberá girar hacia la izquierda. No tiene perdida –replico amablemente.
Le agradecí mucho las indicaciones y volví a mi camino. En aquel preciso momento nos disponíamos a adentrarnos en la localidad, el caballo repentinamente aminoró la marcha al cambiar la dura tierra del camino por los adoquines ennegrecidos que tapizaban el suelo del casco urbano. Cruzamos las primeras calles donde se podían observar hermosas casas de fachada de estilo clásico coronadas por preciosos tejados de color rojizo donde podían observarse como las palomas disfrutaban plácidamente del estupendo día que había precedido la mañana. De repente un golpe brusco me obligó a asegurar mi estabilidad agarrando con más fuerza las riendas, luego comenzamos a remontar un promontorio. Al coronar la cumbre desembocamos en una extensa plaza dominada por la silueta de la sombra de una iglesia que databa de siglos atrás, digna de haber sido erigida por algún arquitecto de la talla de Brunelleschi y coronada por un capitel puntiagudo. Inmediatamente después bajé de mi corcel en la Plaza Mayor y seguí las instrucciones anteriormente citadas.
Llegué al final de la calle donde se alzaba una construcción que sobresalía ante todas las demás, casualmente allí estaba localizada la casa de huéspedes que andaba buscando yo. Era una mansión grande con una fachada de intensa piedra rojiza coronada por un tejado de color rojo oscuro. Tanto en el exterior como a la hora de entrar denoté una especial falta de higiene, tanto que en el ambiente flota un extraño olor espectral indescriptible. Nada más entrar conocí a mi prosaico casero, un hombre de cincuenta años afectado por una parálisis en las extremidades inferiores. Era una persona ruda y desaliñada, tal y como sus pintas obviaban indicar pero al igual que me ocurrió con el conductor del autobús, al mantener un poco de conversación con él me di cuenta de que me encontraba ante otra persona de extremada inteligencia, impropia de ese destino que él había afrontado. Al pedirle una habitación de las situadas en plantas superiores contestó negativamente y de mal gusto accedió a entregarme la llave de una habitación situada una planta por debajo a donde nos encontrábamos. El edificio en si había sido construido en plena cuesta, por lo tanto la parte frontal estaba a nivel del suelo y el suelo de la planta situada inferiormente a la principal lindaba con el nivel de la cuesta en su parte de atrás, por lo tanto aunque mi habitación fuera un bajo disponía de espléndidas ventanas. Todo esto situado en la periferia del pueblo a medio camino del funesto cementerio local.
Después de ingerir un abundante almuerzo en el comedor de mi pensión decidí retirarme a descansar a mi nueva habitación, así que baje por la escalera de gastada barandilla de madera y abrí sin dificultad la herrumbrosa puerta. Mi estancia era un pequeño espacio, donde disponía de un reducido cuarto de aseo con agua corriente, una cama, un pequeño ropero de caoba, un armario empotrado de pino y un precioso escritorio datado a principios de siglo. Me acosté en la cama sin cambiarme de ropa pero noté una especie de escalofrío que atravesó mi cuerpo y astutamente deduje que debía de tratarse de un fallo en la calefacción por lo que decidí antes de nada inspeccionar las calderas de aquel destartalado edificio. Un rato más tarde me encontraba bajando la escalera del sótano y pude observar que el problema debía obligatoriamente de residir en mi calefactor ya que la caldera parecía funcionar de manera óptima. Al regresar a mi habitación me pregunte que había detrás de una solitaria puerta que divise en el sótano, pero no le di más importancia.
La semana siguiente la pase inmerso en la frenética a la vez que monótona tarea cotidiana hasta que un domingo por la tarde cuando comenzaba a oscurecer la calefacción comenzó a arrojar aire frío por sus conductos viéndome obligado a repetir mi visita al sótano de la semana anterior. Esta vez no se escuchaba el penetrante ruido de la caldera ya que esta se encontraba apagada debido a que el encargado de echar las palas de carbón falló en su misión, así que yo hice de improvisado empleado cuando de repente escuché tras la misteriosa puerta del sótano una serie de notas musicales procedentes de un violín que se me quedará grabado en mi mente para el resto de mi existencia. No obstante al ser yo escasamente conocedor de aquel arte, estaba convencido que ninguna de sus armonías tenia nadar que ver con la música que había oído hasta entonces, de lo que deduje que debía tratarse de un compositor de singular talento. Cuanto más lo escuchaba más me atraía aquella música hasta que al cabo de una semana decidí conocer a aquel músico. Previamente acudí a informarme sobre ese inquilino a mi casero el cual contestó sigilosamente:

- El inquilino del sótano - dijo él – es un anciano músico que es mudo, firma los recibos como Boris Vladinoff y según tengo entendido procede de Minoc. En el caso que quiera saber más, él sube a comprar víveres todas las tardes sobre las ocho.
El siguiente día esperé en la escalera hasta pasada las ocho, cuando una silueta avanzaba sigilosamente subiendo la escalera, deduje que era el sujeto con el que gustosamente me gustaría entablar conversación si fuera posible. Al pasar a mi lado sin ni siquiera alzar la vista hacía mi, le abordé cortésmente a lo que reaccionó de forma violenta pero a la vez inquietante. Después de continuados ruegos accedió a una petición por mi parte para escucharlo en vivo, así que garabateó una serie de palabras que indicaban que estuviera a las siete del día siguiente en la puerta de su habitación.
La figura que tenía ante mí era de estatura baja pero extraordinariamente bien proporcionada, y llevaba un traje un tanto formal de excelente corte. Una cara de nobles facciones, de expresión firme aunque no arrogante, adornada por una recortada barba de color gris metálico, y unos anticuados quevedos que protegían unos oscuros y grandes ojos coronando una nariz aguileña, confería un toque oriental a una fisonomía por lo demás predominantemente gitana. El abundante y bien cortado pelo, que era prueba de puntuales visitas al barbero, estaba partido con gracia por una raya encima de su respetable frente. Su aspecto general sugería una inteligencia fuera de lo corriente y una crianza y educación excelente.
Esa noche, como ya se había convertido en costumbre en mí, escuche furtivamente al otro lado de la puerta del sótano esos misteriosos acordes. Al día siguiente a la hora justa descendí la escalera y en el sótano llame a la puerta, unos movimientos sordos contestaron a mi llamada y la puerta por fin se abrió, momento en el que me desilusioné profundamente al ver en que estado se encontraba la habitación. Esencialmente era semejante a la mía pero con la diferencia de que reinaba el autentico desorden ya que las partituras se encontraban amontonadas sin orden lógico alguno, pero lo que me llamó la atención verdaderamente fue la puerta blindada que estaba situada en la pared frontal a la que yo me situaba, y me preguntaba a donde podía llegar a parar si en aquella parte no daba a la calle sino todo al contrario, supuestamente se debería tratar de una entrada a una cueva, pensé yo. El violinista me invitó a tomar asiento mientras él tocaba unos estupendos acordes, pero poco tiempo tardé en darme cuenta de que no era el tipo de melodía de la que yo literalmente me había enamorado, el compositor trataba de engañarme tocando acordes ya conocidos por mí y no los extraños desconocidos por mí que tanto me atraían. Así que le interrumpí bruscamente paras pedir que me deleitara con el tipo de música que tocaba durante la noche, mientras el cetrino rostro de mi anfitrión sugería desprecio por mí parte, continuó con el mismo tipo de música haciendo caso omiso a mis peticiones, por lo que volví a interrumpir, y creyendo yo ingenuamente que no había comprendido mi petición la volví a formular acompañándola de una vulgar imitación suya mediante silbidos, y en el momento de que el anciano reconoció las notas se abalanzó sobre mi y me tapo la boca para que parara de silbar, mientras no paraba de mirar hacia la extraña puerta cerrada, yo pedí disculpas por mi insolencia. Mas tarde el longevo señor accedió a seguir tocando sin dilación y a su manera sin complacerme totalmente. En un impulso de curiosidad me abalancé sobre la enigmática puerta para abrirla pero Boris se abalanzó sobre mí sujetándome y apretándome con sus débiles manos en señal de protección a la puerta, a este gesto reaccioné bruscamente alzando la voz y enojándome seriamente con el músico a lo que él contestó remitiendo el aprisionamiento que sus manos ejercían sobre mi cuerpo. Rápidamente cogió su libreta en blanco y escribió:
Pido disculpas por mi anterior comportamiento, pero debe usted entender que estoy pasando por una difícil situación y los nervios trastornan involuntariamente mi comportamiento, espero que el viernes que viene vuelva usted a mi morada para volver a escuchar algo de interesantísima música.
Boris V.



Pasé toda la semana pensando en el gran día, y ese día llegó, como lo planeamos, yo volví a llegar puntual y Boris comenzó con el violín nada más me acomodé. Me fijé esta vez más detalladamente en la habitación y note que no estaba provisto de luz eléctrica, sino que el aspecto áureo y místico del que estaba dotada la estancia era provocado por la iluminación basada en velas de cera blanquecinas, soportados por unos antediluvianos candelabros bañados en plata, los cuales algún día debieran de pertenecer a alguna colección de objetos mucho mayor. Y pensé que lo más probable sería que tuviera guardados más en un armario detrás de la puerta secreta. Por lo que inmediatamente me levante y esta vez sin dar oportunidad a que me detuviera Boris, abrí la puerta.
Ahora que lo pienso sé que jamás debí de abrir aquella puerta, en estos instantes no puedo decidir si aquella imagen fugaz fue lo que imagino que fue, aunque prefiero negar la existencia de algo que podría hundir la raza humana. Lo cierto es que al abrir la puerta vi una silueta humana tras ella pero no recuerdo nada más con mejorada nitidez, porque en aquel instante una bocanada de aire frío invadió el dormitorio del anciano, y lo recorrió por todas sus esquinas, las velas se apagaron ante el viento abismal, y el violinista cada vez tocaba mas estridentemente y con más fuerzas, yo sin embargo, busque a tientas a Boris para sacarlo de allí, y alcance su silla, roce su violín, pero en el momento en el que le toque la cara, denoté una frialdad en el rostro, totalmente rígido se encontraba, como si hubiera sufrido algún tipo de ataque, pero no afectándole a su ritmo musical que aumentaba exponencialmente. Mi siguiente reacción fue salir de aquella habitación, subí aparatosa y fugazmente las escaleras, me encaminé corriendo hasta cruzar la puerta y seguí apurando hasta la plaza y desde allí abandoné el pueblo maldito para siempre, huyendo a través del campo de cañas. Aun recuerdo que antes de abandonar el valle, en la cumbre de la loma eché la vista atrás y pude comprobar como una casa de la periferia ardía en fulgurantes llamas.