El frío invierno se clavaba como puñales en mis huesos, llegaba a sentir que en cualquier momento se romperían en mil pedazos, igual que pasaba con las estalactitas que colgaban del tejado y vareaba incesantemente para que no hicieran de mi hogar una cueva inaccesible e inexpugnable. Si hubiera sabido meses atrás que los fríos amenazarían de aquella forma me hubiera previsto de provisiones suficientes para no tener que salir en todo el invierno de casa, pero no fue así y cada quince días debía de salir a por sustentos para sobrevivir.
Que mal educada soy, aún no me presenté. Me llamo Coraline Marcus y hoy, 54 años después, estoy aquí, sentada frente a la hoguera y rodeada de mis pequeños nietos que esperan impacientes que cuente, por enésima vez, mi historia. Mi peculiar historia. No es mejor que las otras historias, que las otras vidas y tampoco peor, pero es parte de mí.
Como iba diciendo, aquel día fue uno de aquellos señalados días, cada quince, de los que salía a por madera, comidas y algo de lana para hacer abrigos. Mi madre estaba mayor y su pulmonía tampoco le dejaba salir de la cama, así que a mi me tocaba ocuparme de todo. Mi padre murió 12 años antes, en una cruenta guerra que había estallado por todo el territorio y que amenazaba con asolarlo todo. Mi madre se armó de valor y cruzó todo el valle, yo tenía 6 años, escapando de la guerra y llegando a un lugar tranquilo y seguro donde construyó esta pequeña casa que ahora nos protege del gélido invierno.
Volví con la carretilla llena de cosas útiles. Encendí el fuego y puse una cazuela con agua para hacer sopa. El médico había dicho días atrás que para la pulmonía debía tomar comidas calientes que permitieran que su cuerpo no se quedara frío. Había bajado la cama de mamá al salón, allí, con la lumbre, estaría más caliente.
La sopa comenzaba a hervir en la cazuela y el agua chisporroteaba amenazando en salirse en cualquier momento, di vueltas al caldo y volvió a bajar su nivel de ebullición. De pronto escuché un ruido en la planta de arriba, un golpeteo incesante que se hacía estremecedor. Subí a ver que pasaba, una de las ventanas se había abierto y el viento no dejaba de moverla de un lado a otro. A duras penas la cerré y baje de nuevo al salón.
El viento hizo de las suyas en el salón y una gélida ráfaga se metió por debajo de la puerta y con ella apagó el fuego. “Lo que faltaba”, pensé. Pero el aire no venía solo, algo entró solo, algo que introdujo por la ranura de la entrada. Era un sobre. Un sobre de color carmesí con un sello en blanco. La insignia era extraña. Corría la puerta para ver quien la había mandado, pero al salir no había nadie. La oscura noche lo bañaba todo y no podía ver más allá del a***o que había enfrente de casa.
Abrí la carta.
“Es el momento Coraline Marcus”
No había más inscrito, la expresión de mi cara era de extrañeza. Disimulé para que mi madre no viera mi expresión de preocupación. Alguien debía haberse equivocado al mandar ese sobre, aunque lo cierto era que mi nombre estaba allí, vacilante. Cerré la hoja de papel, también color carmesí.
Fuera de toda aquella escena y sin que nadie, a excepción de mi madre, se diera cuenta, una lágrima azul recorrió su mejilla hasta evaporarse lentamente y sin hacerse notar.