La cabeza te da vueltas, pero lo único en lo que piensas, irónicamente, es en poder tomar otro trago que avive ese estado. Llevas toda la noche de taberna en taberna, ahogando tus penas en cualquier bebida alcohólica que el barman sirviese. Hacía tiempo que habías perdido la noción del tiempo, y eso te reconforta.

Sales de aquel lúgubre lugar decidido a entrar en uno nuevo al que le quede alcohol suficiente. Por el camino sólo encuentras sombras como compañía, pero ni una sola alma con la que comparar tu tormento. El dolor de cabeza va en aumento a cada paso que das, llevándose con él todos tus problemas. Quizá fuese el alcohol, o puede que tu nuevo estado somnoliento, pero cuando te encuentras a pocas manzanas de tu nuevo destino unos ruidos se unen a tu compañía de sombras.

Te detienes y sigues otro rumbo, viendo la oportunidad de cambiar la distracción del alcohol por algo más barato. Conforme vas acercándote al origen de los ruidos escuchas cómo éstos se convierten en gritos de guerra. Al rato, pocas decenas de metros más adelante, adviertes a un inquieto gentío que se arremolina frente a ti formando un corro. Gracias a la valentía que el alcohol te proporciona, o quizá a la estupidez que has adquirido, te unes al grupo y echas una mirada al centro. Dos fuertes y jóvenes luchadores, con grandes heridas por todo el cuerpo, pelean sobre un escenario de sangre con la única ayuda de sus propios puños. Miras a tu alrededor y descubres que no son los únicos con heridas y moretones. Y no sólo eso: muchos de los allí presentes son ricos comerciantes o hasta famosos nobles de Sosaria. Seguramente aquélla no fue la primera reunión que hicieron, ni tampoco sería la última. Puede que todo ello no fuera más que un producto de tu imaginación provocado por tu borrachera, pero por fortuna todavía estás lo suficientemente cuerdo como para huír de aquella reunión clandestina, pasando inadvertido entre tanto alboroto.


Pasan los días, y aunque intentas convencerte a ti mismo de que nada de lo ocurrido aquella noche fue real, todo cuanto observas te hace indicar lo contrario. El gobernante de tu ciudad da una charla con un ojo amoratado y un brazo entablillado; el banquero te recibe con los nudillos hinchados y llenos de cicatrices; incluso aquel mercader del que siempre obtienes tus productos te muestra su nuevo inventario con un vendaje en cada brazo. Y todos ellos te responden igual ante la misma pregunta: tienes que saber, no temer, saber que algún día vas a morir, y hasta que no entiendas eso, eres un inútil.