Aldamir dio otra vuelta en el miserable jergón de paja que hacia las veces de cama. Llevaba casi cuatro días en la celda y aunque aceptaba con resignación su destino, no se terminaba de acostumbrar a la humedad de aquel sitio. Se incorporó y observó como caía la lluvia a través de la ventana enrejada mientras reflexionaba sobre los últimos acontecimientos. Aunque ahora le pareciera una eternidad, hace tan solo una semana su vida transcurría aún de manera rutinaria: Levantarse temprano, afilar el hacha, limpiar el instrumental, despertar a los niños.. “Los niños -pensó Aldamir, para sí-, que será de ellos…” Sin saber como, sus recuerdos se posaron entonces en Lorelia, aquella que fue su mujer durante tanto tiempo. Aunque murió hace años, demacrada por la enfermedad y el trabajo, él siempre la recordaba joven y llena de vida, como cuando se casaron, como en el momento del nacimiento de sus hijos. Aldamir volvió a pensar en sus hijos. Un escalofrío recorrió su espalda al pensar que sus pequeños podrían acabar malviviendo en la calle, como tantos otros niños que mendigaban las calles de la ingrata ciudad de Minoc. Se intentó convencer de que eso no pasaría, de que entrarían al servicio de algún noble o quizás volverían al campo a seguir viviendo de los árboles. “Al fin y al cabo, saben ya manejar un hacha – reflexionó, con cierto orgullo- y a los bosques de Minoc no se les acabará la leña”.


El bosque había sido durante generaciones el modo de vida de su familia. La leña de aquellos árboles era bien apreciada para la construcción de barcos y parecía que el Rey nunca se cansaba de ampliar su flota. Por ello, cientos de leñadores trabajaban, generación tras generación, en vaciar los bosques de madera para los astilleros reales. Pero Aldamir no había seguido los pasos de sus antecesores. Siendo muy joven, decidió que debía probar suerte en la ciudad, enrolarse en la marina y ver el mundo. Islas llenas de tesoros, dragones sobrevolando los cielos, caballeros que se batían por el honor de sus damas; todas aquellas historias que contaban los leñadores más viejos de la aldea y que él quería ver con sus propios ojos. Un relámpago seguido de cerca por un fuerte estallido le hizo volver de sus ensoñaciones. “Parece que la tempestad está justo encima de la ciudad – pensó-. Trató, sin éxito, de alcanzar a ver algo de lo que sucedía fuera de la celda, pero la pared estaba resbaladiza y no alcanzaba el minúsculo hueco de la ventana. Maldijo su suerte en voz alta y se volvió a recostar en el jergón.


Pensó en su hacha. Trató de hacer memoria de cuantas cabezas podía haber cortado a lo largo de su vida. ¿Mil? ¿Dos mil, tal vez? Decididamente, era una cifra difícil de calcular, y más aún teniendo en cuenta el ritmo atroz de los últimos meses.. ¿Había obrado bien? Aldamir no era de esa clase de personas a los que les asalta la culpa. Al fin y al cabo, era su trabajo. Y aquellos que pasaban por debajo de su hacha eran enemigos del Rey, gente que merecía morir por sus actos. ¿Pero lo merecían de veras? Se sorprendió de lo poco que le había costado matar a todos esos tipos. Generalmente, solo veía cuellos. Distintos tipos de cuellos, algunos más largos y espigados y otros fibrosos y duros como las raíces de un roble. Su trabajo consistía en cortarlos de la manera más limpia y rápida posible, sin que aquello pareciera realmente una muerte sino algo mecánico y rutinario. “Como la extracción de una muela por un dentista” – pensó, sin poder ocultar una sonrisa-.


Los tiempos se habían vuelto muy duros en Minoc últimamente, y cuando la cosa se pone difícil, el que tiene más trabajo es el verdugo. El Conde firmaba ejecuciones casi a diario de los partidarios del Usurpador y el hacha de Aldamir se ocupaba de separar las cabezas de los cuerpos de aquellos cuya lealtad a la Corona era, cuando menos, dudosa. Sin embargo, el Rey decidió dar Minoc por perdida en su guerra y los nobles, con el viejo Conde a la cabeza, abandonaron la ciudad una oscura noche de Marzo. Entonces sobrevino la pesadilla.. El caos y el desorden reinaron por la ciudad, las tropas del Usurpador entraron sin resistencia alguna y muchos fueron entonces los que perdieron la vida. Sin embargo, él continuó con su trabajo. Parece ser que seguía habiendo cabezas que cortar. Para los reyes, la vida de sus ciudadanos no es más que un bien escaso que se puede usar en caso de necesidad. Por eso en Minoc murió tanta gente de uno y otro bando. Otro relámpago interrumpió de nuevo los pensamientos de Aldamir. “Uno, dos, tres, cuatro, cinco.. - cuenta, en voz queda –, parece que la tormenta remite”.


Los días siguientes del levantamiento en contra del Usurpador fueron especialmente desagradables. El pueblo de Minoc, guiado por un difuso sentimiento de lealtad, se rebeló para defender a su Rey, obligando a las tropas de Feldor a huir. Es entonces cuando Aldamir, junto con otros miembros de la Guardia de la ciudad que trataron de mantener el orden, son llevados presos. Las masas, enfurecidas, piden a gritos su cabeza desde fuera de la torre donde está encarcelado. Y el nuevo Conde de la ciudad, consciente de la popularidad que le acarreará esa decisión, no duda en conceder lo que pide el pueblo.


Un rayo de sol entra al fin por la ventana enrejada. La puerta de la celda se abre y
Aldamir avanza hacía el pequeño estrado de madera tan bien conocido por él. No puede reprimir su sonrisa al observar los movimientos de su verdugo. “No te pongas nervioso chico, - espeta, socarronamente-. Hazlo rápido y no olvides limpiar bien el hacha después”. Miles de recuerdos se agolpan en su mente mientras los gritos de la gente se ahogan unos a otros. La joven Lorelia, los niños, su hacha... los árboles.


El hacha cae sobre el cuello con limpieza. El joven verdugo respira, aliviado. No ha estado mal para ser la primera vez.