Como cada noche, después de comprobar que todo marchaba bien y alimentar a las monturas, ascendí lentamente a la terraza de mi casa. Desde allí sentado se veía todo el bosque en su extensión, bajo la luz de la luna, e incluso aunque no pudiera divisarse a esas horas, se escuchaba como rompían las olas contra los acantilados del mar que hay más al sur. Mecanicamente encendí una pipa mientas observaba el territorio circundante en el más abosluto silencio, unicamente roto por el rumor del viento que azotaba siempre aquel lugar.

Nadie vivía en muchos kilometros a la redonda, solo algunas casas abandonadas ocupaban varios claros, por lo que aquel lugar podía considerarse mi pequeño imperio. Me gustaba subir allí arriba a dar gracias por todo aquello, por lo que había conseguido y logrado a lo largo de tantos años, y porque ahora también tenía alguien que compartía mi soledad, esperandome en la cama.

Ni un solo día me he arrepentido de la vida que escogí hace ya mucho tiempo, cuando me embarque en la peligrosa aventura de mercenario. Ni siquiera ahora, que nuestros tiempos dorados han quedado en la memoria, cuando formabamos una gran familia y nos dedicabamos a grandes empresas, luchando con reyes y traidores, nobles y ladrones, y solo nos preocupabamos por nosotros mismos, siendo mas odiadios que queridos. Ahora los pocos que quedamos practicamente vivimos de las rentas, sin mucho ajetreo ni preocupación, echando de menos aquellos tiempos peligrosos y violentos, aunque agradeciendo a la vez un poco de tranquilidad, en una vida que no da muchas oportunidades para ello.

De repente la brisa trajo el suave aroma que desprendían los árboles. ¿Cómo podía preferir la gente la vida en las ciudades?. Hacinados unos encima de otros, sin apenas espacio para vivir y todo el día pendiente de los demás, caminando por calles atestadas de gente que no paran de hacer ruido, discutir y empujar. Lugares en los que multitud de olores se mezclan de manera desagradable y los enormes edificios impiden ver el horizonte, marcandote continuamente los límites de tu movimiento. Nunca entenderé como alguien puede vivir asi. Alli en mi bosque, puedo montar en Meara, escoger una dirección al azar y cabalgar durante horas sin toparme con nada que me impida seguir, hasta llegar a un río o al mismísimo mar.

Exhalé el ultimo aro de humo mientras miraba hacía arriba, cobrando consciencia en ese mismo instante del fulgor de las estrellas. En aquel páramo silencioso, sin otra luz que la procedente de la Luna, el brillo de las estrellas era tan fuerte que parecían tocar la tierra, y daba la impresión de que si uno alargaba la mano, podía tocarlas con solo estirarse un poco.

El mundo estaba cambiando a gran velocidad en los últimos tiempos y una repentina sensación de miedo me recorrió la espalda. En aquel momento me pregunté si todo aquello seguiría así por siempre, si nadie vendría a romper con aquella tranquilidad que por desgracia no podía encontrarse en muchos sitios. Sacudí la cabeza para quitarme aquellas ideas y me dispuese a entrar en la casa. Abrí la puerta de entrada, pero me quede esperando durante unos segundos con los ojos cerrados, a la espera. De repente el viento azotó con gran fuerza produciendo un silbido lúgubre y frío, un sonido que haría estremecer a cualquiera. Acto seguido me metí en la cama junto a la mujer.

Me encantaba ese sonido.